Estaba esperando el otro día el autobús en south station para volver de Boston a New Bedford. Traía conmigo un ejemplar de Indicios del Naufragio de José Luis Falconi, que me fue ofrecido una noche antes en su casa. No tengo la certeza si exista una forma efectiva de leer libros de poemas, personalmente, confieso que me atrae el carácter accidental de su lectura. Encontrarse en un lugar desconocido y leer un libro de poemas resulta casi un acto trágico, al mismo tiempo, la lectura se hace mucho más personal, las palabras se vuelven necesarias como una imperiosa identificación. En casa los libros nuevos se convierten en invitados y tienen que esperar el turno de que tengamos ánimo para atenderlos. La pega que existe en nuestros días por evaluar obras o autores me tiene sin cuidado. Comulgo con la sutilidad de una emoción que en ocasiones se concreta en versos. No sé si suene harto ingenuo decir que aquello que se llama poesía anda allá afuera y, en ocasiones, se nos atraviesa. (Siguen unos versos del tocayo)
Con la excusa de ser uno mismo,
se pide al compañero de turno
que imagine palomas alborotadas
sobre algún galope,
que trague saliva,
y alce la cabeza para presentir el
ligero bramido de las estrellas
mientras que uno,
difuso entre la utilería,
procede al robo de las armas
para lograr el cometido.
Pero no hace falta una tragedia
para abandonarlo todo.
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